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"En España, la sanidad es universal y gratuita". Este es uno de los grandes mantras de nuestro estado del bienestar, un pilar del que la sociedad se siente legítimamente orgullosa. Y en su esencia, es cierto: cualquier persona, independientemente de sus ingresos, tiene derecho a ser atendida en un centro de salud o a ser operada de urgencia en un hospital público. Sin embargo, bajo esta superficie de universalidad, se esconde una realidad más compleja y desigual. Una red de barreras económicas y estructurales que provocan que, en la práctica, tu salud también dependa, y mucho, de tu cartera.
Esta desigualdad social no se manifiesta en la atención de urgencias, sino en el día a día, en los tiempos de espera y en todo aquello que el sistema público cubre de forma precaria o, directamente, no cubre. Es una brecha silenciosa que afecta de manera desproporcionada a las rentas más bajas y que está creando, de facto, una sanidad de dos velocidades.
La primera barrera de la desigualdad social: las listas de espera como incentivo a la sanidad privada
El talón de Aquiles más visible de la sanidad pública son las listas de espera. Esperar diez meses para una cita con el traumatólogo, un año para una operación de rodilla o seis meses para una prueba diagnóstica se ha convertido en una situación normalizada. Pero esta espera no es igual para todos.
Para una persona con un sueldo alto y un seguro privado (que en 2025 ya roza el 30 % de la población en algunas comunidades), esa espera de diez meses se transforma en una consulta en una semana. Para un trabajador con un sueldo modesto, esa misma espera puede significar diez meses de dolor crónico, de incapacidad para desempeñar su trabajo con normalidad o el riesgo de que su dolencia se agrave.
Las listas de espera actúan como un mecanismo de segregación por renta. Aunque el servicio final sea gratuito, el tiempo de acceso se convierte en un bien de lujo. Quien puede permitírselo, paga por saltarse la cola; quien no, se ve forzado a esperar, a menudo con un alto coste para su calidad de vida y su capacidad de generar ingresos.
Lo que la "universalidad" no cubre, el coste del dentista, la fisioterapia y las gafas
La segunda gran brecha de desigualdad social se encuentra en lo que la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud (SNS) apenas cubre. La salud no es solo la ausencia de enfermedades graves, sino un estado de bienestar integral que incluye aspectos que en España se han dejado, en gran medida, en manos del sector privado.
- Salud bucodental: La cobertura pública dental es prácticamente testimonial. Más allá de extracciones y revisiones básicas, cualquier tratamiento fundamental como un empaste, una endodoncia, una limpieza profesional o una ortodoncia debe ser costeado íntegramente por el paciente. Esto provoca que miles de personas con rentas bajas descuiden su salud bucodental, con las graves consecuencias que ello conlleva para su salud general (problemas digestivos, riesgo cardiovascular, etc.).
- Fisioterapia y rehabilitación: Tras una lesión o una operación, el acceso a rehabilitación en la sanidad pública suele ser lento y limitado a un número insuficiente de sesiones. Esto obliga a quienes necesitan una recuperación funcional completa, como deportistas o trabajadores manuales, a pagarse un fisioterapeuta privado si quieren volver a su vida normal en un tiempo razonable.
- Salud visual y auditiva: El coste de unas gafas o de unos audífonos, elementos indispensables para la autonomía de millones de personas, corre casi por completo a cargo del bolsillo del ciudadano.
El acceso a la salud mental
Quizás la desigualdad social más profunda y con consecuencias más graves se da en el ámbito de la salud mental. En un momento en que la ansiedad y la depresión son consideradas la epidemia silenciosa del siglo XXI, el acceso a la atención psicológica en la sanidad pública es dramáticamente insuficiente.
La ratio de psicólogos clínicos en el SNS está a años luz de la media europea. Esto se traduce en que, tras una primera visita con el médico de cabecera, un paciente puede esperar meses para una primera cita con el psicólogo. Cuando finalmente la consigue, las sesiones suelen estar muy espaciadas en el tiempo (una vez al mes o incluso más), una frecuencia a todas luces ineficaz para un tratamiento terapéutico real.
De nuevo, el sistema expulsa a quien puede permitírselo al sector privado, donde una sesión de terapia semanal puede costar entre 200 y 300 euros al mes. Quienes no pueden afrontar ese coste, simplemente se quedan sin la atención que necesitan, dependiendo exclusivamente de la medicación o, en el peor de los casos, viendo cómo su estado y desigualdad social se cronifica.
En definitiva, aunque nuestro sistema sanitario sigue siendo uno de los más equitativos del mundo en las situaciones de extrema gravedad, esta desigualdad social ocultas en el día a día demuestran que el derecho a la salud, en su concepción más amplia, sigue estando condicionado por el código postal y, sobre todo, por el estado de nuestra cuenta corriente.
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