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«El día que el río llegó al pueblo, yo estaba en lo alto y lo vi todo», recuerda Hugo, con sus 89 años y la mirada perdida entre los recuerdos. Desde aquella colina, observó cómo las aguas avanzaban sin freno hacia las calles de Talavera la Vieja. Las liebres y las culebras huían despavoridas, como si comprendieran que nada volvería a ser igual. Pero el momento que nunca olvidó fue otro: cuando el agua alcanzó la casa de su padre y arrastró el columpio donde había pasado tantas horas de infancia. «Con ese columpio fui feliz», dice.
Su esposa, Filo, lo escucha con una mezcla de ternura y resignación. «Es de lo único que habla», confiesa. Porque Talavera la Vieja, o Talaverilla, como la llamaban los suyos, desapareció en 1963, sepultada bajo las aguas del Tajo por la construcción del embalse de Valdecañas, durante el régimen franquista. Medio siglo después, Hugo sigue presentándose como “talaverino”, como si el agua no hubiera podido llevárselo todo.
Talavera la Vieja, un pueblo sumergido en el olvido
Con el paso de los años, la historia de aquel municipio cacereño ha ido difuminándose, incluso entre los propios extremeños. Pocos recuerdan ya que Talavera la Vieja fue, durante siglos, un enclave próspero en el norte de Cáceres. Su nombre volvió a sonar en toda España en septiembre del año pasado, cuando murió Silveria Martín, la mujer más longeva del país, con 114 años.
Su partida sorprendió por un detalle: había nacido en un pueblo que “no existía”. Su fallecimiento, paradójicamente, devolvió a la memoria colectiva el nombre de Talavera la Vieja y la grandeza que un día tuvo.
Antes de la inundación, vivían allí cerca de dos mil personas. La empresa Hidroeléctrica, responsable del embalse, los avisó en 1957: el pueblo desaparecería. “Nos lo tomamos con serenidad, porque ya lo sabíamos”, cuenta Hugo. “Dicen que nos fuimos por cuatro perras, pero no es cierto. Pagaron bien, nos tasaron todo. Lo único que no se podía comprar era lo que sentíamos por aquel lugar”.
Mucho antes de quedar bajo las aguas del Tajo, Talavera la Vieja tuvo un pasado de esplendor. Según el investigador Carlos J. Morán, del Instituto de Arqueología de Mérida (CSIC-Junta de Extremadura), sus primeros asentamientos fueron vetones, aunque su verdadera relevancia llegó en época romana, cuando fue conocida como Augustobriga. Se convirtió en un municipium, un centro administrativo y comercial conectado con Emerita Augusta (Mérida) y Caesaraugusta (Zaragoza).
Su poderío quedó plasmado en un legado arqueológico de gran valor: el templo de Los Mármoles, símbolo tanto de la antigua Augustobriga como de la posterior Talavera la Vieja. Morán explica que su nombre proviene del estuco que aún se conserva en las columnas, pintado para imitar el mármol. Durante siglos, aquel edificio fue el corazón de la vida del pueblo, su punto de referencia.
El rescate de Los Mármoles
Cuando la empresa eléctrica planificó la construcción del embalse, tuvo claro que ese monumento debía salvarse. En sus informes ya se advertía: “La conservación de estas ruinas será de interés para el Tesoro Arqueológico Nacional, y se propone desmontarlas cuidadosamente”. Dicho y hecho: las columnas y capiteles fueron trasladados pieza a pieza hasta Bohonal de Ibor, también en Cáceres, donde se reconstruyeron respetando la orientación original, de espaldas al río.
Hoy, Los Mármoles siguen en pie, convertidos en símbolo de resistencia y en testimonio del esplendor perdido. La Consejería de Turismo, Cultura y Deportes de Extremadura trabaja en proyectos para recuperar el valor patrimonial de aquel enclave y rescatar su memoria de las aguas.
Esa misma idea de rescate impulsa a Óscar García Rodríguez, nieto de talaverinos, que en 2022 publicó la novela El eco del agua: Memorias de un pueblo hundido. En sus páginas, inspiradas en la historia de sus abuelos, se entrelazan tres tragedias: la guerra civil, el hambre y la pérdida del pueblo. «Quise dejar constancia de lo que fueron y de lo que perdimos todos», afirma. A su juicio, las instituciones no han hecho lo suficiente por preservar una historia única, un legado de identidad y pertenencia.
La vida después del Tajo
Hugo y Filo, como tantos otros, tuvieron que empezar de nuevo. Se marcharon a Fuenlabrada, donde criaron a sus hijos. Pero nunca dejaron de sentirse extremeños. “Volvimos, claro que volvimos”, dice Hugo con orgullo. “Esto tira mucho. Somos de Talavera, aunque el pueblo esté bajo el agua”.
Y, en cierto modo, su afirmación no es solo una metáfora. Cada cierto tiempo, cuando el nivel del embalse desciende, las ruinas de Augustobriga emergen de las aguas. Columnas, piedras y restos de calles vuelven a asomar, como si quisieran recordar a todos que Talavera la Vieja nunca murió del todo. Que, incluso sumergida, sigue siendo una parte viva de la memoria de Extremadura.
 
 
 
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