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El ambiente político en España se ha vuelto, para muchos, irrespirable. La sensación de que vivimos en una sociedad fracturada, dividida en dos bloques irreconciliables que se desprecian mutuamente, es una queja constante en conversaciones a pie de calle y análisis mediáticos.
La sombra de las "dos Españas" parece proyectarse de nuevo sobre un debate público marcado por la crispación, los vetos cruzados y una incapacidad casi total para alcanzar grandes acuerdos de Estado. Pero, ¿es esta percepción sobre polarización política una realidad empírica? ¿Estamos realmente más polarizados que otras democracias de nuestro entorno, o es un fenómeno global del que simplemente formamos parte?
La respuesta es compleja y requiere distinguir entre dos tipos de polarización política. Mientras que en la distancia ideológica no somos tan diferentes a nuestros vecinos, es en el componente emocional, en el rechazo visceral al adversario, donde España presenta unas características preocupantes.
La polarización política afectiva: el "odio" al que vota diferente
El concepto clave para entender el caso español es el de polarización política afectiva. No se refiere a cuán lejos están las ideas de la izquierda y la derecha, sino a cuánto se desagradan mutuamente sus votantes. Es la tendencia a ver a quienes votan a otros partidos no como adversarios con ideas distintas, sino como personas moralmente inferiores, como "el enemigo".
Diversos estudios comparados, como los del V-Dem Institute o la Fundación Bertelsmann, sitúan a España entre los países europeos con los niveles más altos de polarización política afectiva. Aquí, la identidad política se ha vuelto casi tribal. Las etiquetas (facha, rojo, progre, carca) se usan para deshumanizar al rival, y el debate se centra menos en las políticas y más en la descalificación personal. Las redes sociales han actuado como un acelerador brutal de este fenómeno, creando cámaras de eco donde solo escuchamos a los nuestros y nos reafirmamos en que "los otros" son ignorantes o malvados. Esta polarización política emocional está profundamente arraigada en nuestra historia reciente y en heridas mal cicatrizadas que la política actual no duda en instrumentalizar.
No estamos tan lejos en las ideas
Curiosamente, si dejamos de lado los sentimientos y analizamos las posiciones ideológicas de los ciudadanos, el panorama es diferente. En los grandes temas que definen el contrato social, el consenso en España es relativamente amplio. Una inmensa mayoría de la población, independientemente de a quién vote, apoya el sistema público de sanidad y educación, el sistema de pensiones, la pertenencia a la Unión Europea o la igualdad de género.
Nuestra polarización, aunque ha crecido, no es comparable a la de Estados Unidos, donde el país está literalmente partido en dos visiones antagónicas del mundo sobre temas como el derecho al aborto, el control de armas o el propio papel del Estado. Lo que ocurre en España es que la polarización política de las élites políticas y mediáticas es mucho más extrema que la de la sociedad a la que representan. Los partidos, en su lucha por movilizar a su electorado, exageran las diferencias y crean un clima de confrontación que no siempre se corresponde con el sentir de la calle.
España en el espejo global, un fenómeno compartido con acento propio
La crispación política no es, ni mucho menos, un invento español. Es una tendencia global que afecta a la mayoría de las democracias occidentales.
- El Reino Unido vivió una fractura social sin precedentes con el Brexit, una herida que sigue abierta y que dividió a familias y amigos.
- En Francia, la política está marcada por la tensión entre el centro liberal de Macron y los extremos populistas de Le Pen y Mélenchon.
- Italia lleva décadas lidiando con una enorme fragmentación política y una constante inestabilidad.
Lo que distingue al caso español es la combinación de esta tendencia global con nuestros propios demonios. A la polarización ideológica importada (izquierda vs. derecha) se suman dos ejes de fractura que actúan como multiplicadores: la cuestión territorial y la memoria histórica. Estos dos temas son explotados constantemente por los partidos para reforzar la identidad de bloque y dificultar cualquier tipo de acuerdo transversal.
El resultado de todo ello es la parálisis y el bloqueo político. La incapacidad para renovar órganos constitucionales como el Consejo General del Poder Judicial, para pactar presupuestos o para abordar reformas estructurales es la consecuencia más tangible de esta polarización. En conclusión, si bien no somos los únicos que sufrimos esta crispación, la intensidad de nuestra polarización afectiva, alimentada por factores históricos y territoriales, nos sitúa en una posición de especial vulnerabilidad, donde el ruido y el enfrentamiento impiden que la política se dedique a lo que de verdad importa: resolver los problemas de la gente.
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