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Separarse después de los 65 años puede ser mucho más que una crisis emocional: para muchas mujeres mayores, es el inicio de una etapa marcada por la precariedad. Invisibilizadas durante décadas y alejadas del mercado laboral por roles tradicionales de género, se enfrentan a la jubilación sin ingresos suficientes.
Separarse en la vejez: cuando el amor se va y la pobreza llega
Separarse después de los 65 años no solo implica una ruptura emocional. Para muchas mujeres mayores, supone también una caída brusca en su calidad de vida y en su seguridad económica. Después de décadas dedicadas a cuidar del hogar, los hijos y la pareja, muchas descubren demasiado tarde que no tienen una red de protección.
Durante buena parte de sus vidas, estas mujeres mayores han trabajado sin remuneración en tareas domésticas, sin cotizar en la seguridad social. Al finalizar la convivencia con su pareja, se encuentran sin recursos, sin pensión suficiente y, muchas veces, sin vivienda propia. La independencia económica, que parecía secundaria en el pasado, se convierte de pronto en una necesidad urgente.
Un sistema que no protegió a las mujeres mayores
La desigualdad estructural que enfrentan las mujeres mayores no nace con el divorcio, sino mucho antes. El modelo social dominante les asignó el rol de cuidadoras, alejándolas del empleo formal, de la seguridad social y de los derechos laborales. Cuando llega la separación, este vacío se traduce en cifras preocupantes.
Laura Encinas, experta en finanzas personales, lo explica con claridad: “Casi el 70% de las mujeres que se divorcian después de los 65 años entran en un umbral de pobreza”. No se trata de un caso aislado, sino de una tendencia alarmante.
Los hombres, en cambio, han contado históricamente con más herramientas para protegerse: empleo estable, ahorro, inversiones, propiedad. Esta diferencia marca el destino económico tras una separación.
Brecha económica y emocional
La situación es doblemente injusta. Muchas de estas mujeres no solo pierden estabilidad financiera, sino también autoestima. Según Encinas, algunas interiorizan la idea de que no merecen apoyo económico, y sufren el llamado "síndrome de la impostora": minimizan sus propios logros y sienten que están pidiendo “de más”, incluso cuando lo que solicitan es justo.
A pesar de los avances legales y sociales, todavía hoy muchas mujeres mayores renuncian a sus vidas profesionales por cuidar a otros. Este sacrificio, lejos de ser reconocido, suele pasar desapercibido hasta que el matrimonio termina.
¿Qué soluciones hay?
En septiembre pasado, el Gobierno aprobó una ayuda económica para este colectivo, pero aún resulta insuficiente. La mayoría de las mujeres mayores necesita más que una prestación simbólica: requiere reconocimiento, políticas concretas y reformas estructurales.
Encinas defiende que es urgente hablar de este problema de forma pública, sin tabúes, y actuar desde lo institucional. Las cifras no mienten y la pobreza femenina en la tercera edad debe dejar de ser invisible.
Esta realidad afecta a miles de mujeres en todo el país. Lo que hasta ahora había permanecido fuera del foco, debe ocupar un lugar central en el debate social. Separarse no debería condenar a nadie a la precariedad.
Es hora de revisar el modelo y apostar por una vejez digna, donde el amor —o su ausencia— no determine el acceso a una vida segura.
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