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Cuando un árbol comienza a cambiar de color antes de tiempo, no siempre es el otoño el responsable. En muchos casos, ese viraje hacia tonos amarillos o marrones es el primer aviso de que el árbol está sufriendo. Ocurre cuando, frente a la sequía o al calor extremo, cierra sus estomas (los diminutos poros de las hojas) para conservar el agua. Con ello reduce también la fotosíntesis, y su vitalidad empieza a menguar.
Si las condiciones adversas persisten, llega la caída de las hojas, la llamada defoliación, y finalmente puede sobrevenir la muerte. Sin embargo, este proceso no siempre es rápido ni fácil de detectar. A veces, con la llegada de las lluvias, algunos ejemplares se recuperan; otras, quedan en una especie de agonía silenciosa que puede prolongarse durante años.
En los últimos años, los bosques españoles han comenzado a mostrar los signos de este deterioro. Episodios recientes de mortalidad masiva en regiones como Cataluña, la Comunidad Valenciana o Murcia son un reflejo de un problema que crece al compás de la crisis climática. No solo afecta a la belleza del paisaje, sino también a los servicios ambientales que los árboles proporcionan: desde la captura de CO2 y la regulación del agua hasta la protección del suelo y la conservación de la biodiversidad.
Cataluña: una década de sequía y árboles debilitados
El investigador Josep Maria Espelta, del Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF), ha documentado el impacto del estrés hídrico sobre los bosques catalanes. Entre 2012 y 2023 uno de cada diez árboles presenta signos de daño o debilitamiento.
No todos están muertos, aclara Espelta, pero muchos muestran decoloraciones y pérdida de hojas asociadas al calor y la falta de agua. En total, se calcula que las áreas afectadas suman unas 120.000 hectáreas, una extensión equivalente a toda la superficie quemada en Cataluña durante los últimos cuarenta años.
“Somos muy conscientes del peligro de los incendios, pero no tanto de los efectos de la sequía”, advierte el biólogo. “Aunque no destruye la vegetación de golpe, el daño es profundo y preocupante. No estábamos acostumbrados a ver masas tan extensas de árboles moribundos”.
Para medir este tipo de fenómenos existe una red de observación forestal coordinada por el Ministerio para la Transición Ecológica, dentro del programa europeo ICP-Forest, activo desde 1985. Este proyecto nació como respuesta al deterioro de los bosques del norte de Europa por la lluvia ácida, y hoy se ha convertido en un instrumento clave para evaluar la salud de los ecosistemas.
El informe más reciente, correspondiente a 2024, muestra que la mayoría de las especies analizadas presentan defoliaciones leves, pero advierte de un número creciente de árboles con más del 25 % de su copa dañada. Entre los más afectados figuran especies mediterráneas como el alcornoque, la encina, el quejigo, el acebuche, el pino carrasco y la sabina albar.
La sequía aparece como la principal causa del deterioro, seguida por la acción de insectos. Además, los registros históricos de la red reflejan un aumento sostenido de la defoliación desde 1990, especialmente en el caso de España.
A pesar de su valor, el ICP-Forest cubre una muestra relativamente pequeña: 620 parcelas con 14.880 árboles, frente a los cerca de 7.000 millones estimados en todo el país.
Percepción y evidencia científica
Más allá de las estadísticas, quienes viven cerca del monte notan los cambios. Banqué subraya que, aunque los registros de Deboscat aún son limitados, solo trece años de datos, la percepción general es clara: “Los pinos tienen copas menos frondosas, y hay muchos más árboles muertos que hace una década”.
Esa observación empírica coincide con lo que investigadoras como Paloma Ruiz, profesora de la Universidad de Alcalá, están tratando de cuantificar. Ruiz coordina la Red Española de Seguimiento del Decaimiento Forestal, creada hace apenas un año para unificar los esfuerzos de científicos que trabajan en este ámbito. Aunque esta red no toma mediciones directas, busca integrar y comparar resultados de distintos equipos de investigación.
Ruiz y sus colegas han utilizado los datos del Inventario Forestal Nacional, que ofrece una radiografía de los bosques cada diez años, para demostrar cómo los patrones de mortalidad y daño están cambiando en las regiones mediterráneas. Las sequías intensas y frecuentes son el factor más determinante.
En sus estudios más recientes, los científicos advierten también una caída en la productividad forestal y una afectación desigual según la región. Los eventos climáticos extremos alteran funciones ecológicas esenciales.
Acompañar a los bosques en su adaptación
La mortalidad de una parte de los árboles puede verse como un proceso natural de reajuste ante un clima cambiante. Pero para Espelta, el objetivo debe ser acompañar esta transición y reducir su impacto. “Podemos ayudar a los bosques gestionándolos mejor, reduciendo la densidad de árboles para disminuir la competencia por el agua y mejorando su estructura”, explica.
Sin embargo, el científico advierte que la gestión forestal no será suficiente. En muchos casos será necesario introducir cambios en la composición de las especies. “En la península Ibérica tenemos árboles que viven en el límite de sus condiciones climáticas, como el haya, el pino silvestre o el abeto. Con el calentamiento global, algunas poblaciones ya están fuera de su rango natural de tolerancia”.
El reto, concluye Espelta, es actuar antes de que esos árboles desaparezcan por completo y los bosques españoles se transformen en algo irreconocible.
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