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En el complejo entramado que sostiene nuestra sociedad, existe una estructura fundamental, invisible y, sin embargo, indispensable: el trabajo de cuidados. Y esta estructura, que garantiza el bienestar de los niños, la dignidad de los mayores y el apoyo a las personas dependientes, tiene un rostro abrumadoramente femenino. Las cifras, aportadas por organismos como la ONU, son tan contundentes como vergonzosas: a nivel mundial, las mujeres cuidadoras asumen entre el 70 % y el 80 % de esta labor. Este trabajo no remunerado, si se le pusiera un precio, equivaldría al 9 % del PIB global, una fortuna económica que se sustenta sobre el sacrificio silencioso de millones de mujeres.
En España, esta realidad no es diferente. El tiempo que las mujeres dedican a estas tareas duplica, y a menudo triplica, al de los hombres. Esta brecha no es una simple estadística; es la crónica de una renuncia masiva. Es la renuncia al acceso a un empleo digno, a la formación continua, al desarrollo personal y, de forma crucial, a su propia salud. Porque más allá del impacto económico, hay un coste físico y emocional devastador: el de los cuerpos que se rompen para sostener la vida.
La doble y triple jornada, un peaje para la salud física
El cuidado es amor, pero también es un trabajo físico exigente y sin descanso. Implica levantar y movilizar a personas con movilidad reducida, realizar transferencias de la cama a la silla, bañar, vestir y posicionar cuerpos. Son tareas que, realizadas de forma repetitiva y a menudo sin la formación ergonómica adecuada, tienen un impacto directo y demoledor sobre la salud de las mujeres cuidadoras.
El resultado es una epidemia de dolencias musculoesqueléticas: lesiones de espalda crónicas, hernias discales, tendinitis en hombros y muñecas, y un estado de fatiga permanente que va mucho más allá de un simple cansancio. Un informe reciente de la Asociación Yo No Renuncio, impulsora de la Ley cuidaM, ponía cifras a esta realidad: el 83 % de las mujeres cuidadoras siente que su salud se ha deteriorado gravemente desde que asumieron este rol.
El problema se agrava por una peligrosa paradoja: quienes dedican su vida a cuidar de la salud de otros, a menudo abandonan la suya propia. La falta de tiempo, la imposibilidad de encontrar a alguien que las sustituya y la tendencia a priorizar las necesidades de la persona a su cargo hacen que pospongan sus propias citas médicas, revisiones ginecológicas o sesiones de fisioterapia. Se crea así un círculo vicioso de deterioro físico que, a largo plazo, no solo afecta a la cuidadora, sino que también pone en riesgo la calidad de los propios cuidados que ofrece.
La carga mental: el agotamiento invisible que no cesa
Si el cuerpo se rompe, la mente se agota. La carga física viene acompañada de una carga mental incesante. Las mujeres cuidadoras no solo se encargan de las tareas físicas, sino que son las gerentes de una compleja empresa de cuidados: gestionan las citas médicas, controlan la medicación, planifican los menús, luchan con la burocracia para solicitar ayudas y viven en un estado de hipervigilancia constante.
Este estado de alerta permanente, sin horarios ni desconexión, es un caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de problemas de salud mental. La ansiedad, la depresión y el estrés crónico son compañeros de viaje habituales para muchas de estas mujeres. A esto se suma el aislamiento social: la dedicación intensiva a los cuidados a menudo las desconecta de su círculo de amistades y de sus espacios de ocio, sumiéndolas en una profunda soledad.
Soluciones urgentes
Para que cuidar deje de ser sinónimo de enfermar, es imprescindible un cambio de paradigma. La sociedad no puede seguir tratando los cuidados como un asunto privado que debe resolverse en la intimidad de cada hogar. Se necesita un compromiso estructural y colectivo.
- Desarrollo de una Ley de Cuidados real y efectiva: Se necesita una red de servicios públicos que ofrezca un apoyo real a las familias. Esto incluye centros de día asequibles, servicios de ayuda a domicilio de calidad y, de forma crucial, programas de "respiro familiar" que garanticen descansos periódicos a las mujeres cuidadoras.
- Fomento de la corresponsabilidad real: La igualdad en el hogar es la base de todo. Es necesario seguir avanzando en permisos de paternidad iguales e intransferibles, pero sobre todo, en un cambio cultural que incentive que los hombres asuman el 50 % de las tareas de cuidado.
- Reconocimiento y derechos para las cuidadoras: Es fundamental que el tiempo dedicado al cuidado cotice a la Seguridad Social para que las mujeres cuidadoras no se vean abocadas a pensiones de miseria en su propia vejez. Además, se deben regularizar y dignificar las condiciones de las trabajadoras del hogar y de cuidados.
- Prevención en salud laboral: Incluir a las mujeres cuidadoras en programas de salud laboral, con revisiones médicas específicas, formación en movilización de pacientes y acceso prioritario a apoyo psicológico.
Invertir en cuidados no es un gasto, es la inversión más inteligente que una sociedad puede hacer en su propio bienestar y sostenibilidad. Solo cuando se reconozca el valor de este trabajo y se proteja la salud de las mujeres cuidadoras, dejaremos de romper cuerpos para poder sostener la vida.
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